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jueves, 17 de noviembre de 2011


De Pas no se pintaba. Más bien parecía blanca. En efecto, su cara blanca tenía los reflejos del yeso. En las mejillas, un tanto avanzados, bastante para dar energía y expresión característica al rostro, sin afearlo, había un ligero encarnado que a veces tiraba al color del sobrecuello y de las medias. No era pintura, ni el color de la salud, ni indicaba del alcohol; era el rojo que brota en las mejillas al calor de palabras de amor o de vergüenza que se pronuncian cerca de ellas, palabras que parecen imanes que atraen el hierro de la sangre. Esta especie de atasco también la causa el orgasmo de pensamientos del mismo estilo. 

En los ojos del Magistral, verdes, con pintas que parecían polvo de tabaco, lo más notable era la suavidad de musgo; pero en ocasiones, de en medio de aquella gordura egajosa salía un resplandor punzante, que era una sorpresa desagradable, como una aguja en una almohada de plumas. Aquella mirada la resistían pocos; a unos les daba miedo, a otros asco; pero cuando algún audaz la sufría, el Magistral la humillaba cubriéndola con el telón carnoso de unos párpados anchos, gruesos, insignificantes, como es siempre la carne informe. 

La nariz larga, recta, sin corrección ni dignidad, también era sobrada de carne hacia el extremo y se inclinaba como árbol bajo el peso de excesivo fruto. Aquella nariz era la obra muerta en aquel rostro todo expresión, aunque escrito en griego, porque no era fácil leer y traducir lo que el Magistral sentía y pensaba. 

Los labios largos y delgados, finos, pálidos, parecían obligados a vivir comprimidos
por la barba que tendía a subir, amenazando para la vejez, aún lejana, entablar relaciones
con la punta de la nariz muy grande. Por entonces no daba al rostro este defecto apariencias
de vejez, sino expresión de prudencia de la que toca en cobarde hipocresía y anuncia frío y
calculador egoísmo. Podía asegurarse que aquellos labios guardaban como un tesoro la
mejor palabra, la que jamás se pronuncia. La barba puntiaguda y  levantada semejaba el
candado de aquel tesoro.

La cabeza pequeña y bien formada, de espeso cabello negro muy

recortado, descansaba sobre un robusto cuello, blanco, de fuerte músculos, un cuello de
atleta, proporcionado al tronco y extremidades del fornido sacerdote, que hubiera sido en su
aldea el mejor jugador de bolos, el mozo de más partido; y a lucir entallada levita, el más
apuesto odioso de Vetusta.

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